Me doy cuenta de que es una mañana por sus manos amarillas, que me tapan la cara con una firmeza sobrenatural. Me enjuago en la pileta del baño y así sus manos amarillas ceden. Ella, toda, empieza a ceder, resbalando sobre mi espalda hasta quedar sentada sobre el inodoro, con la cabeza hacia un costado, despeinada y despatarrada, mirándome sin entender. Yo no estoy en condiciones de explicarle nada, sólo atino a lavarme los dientes. Empiezo a recuperar mi imagen en el espejo, babeando espuma; el chorro de la canilla, tibio, va cayendo suave y es música -pienso en cerrarlo, pero no lo hago-. Ella salta encima mío y yo la recibo, soltando el cepillo de dientes dentro del lavatorio. Los dos estamos desnudos. Con ella encima, entro en la ducha. El agua sale hirviendo. Ella se pone a llorar y a gritar como si el agua caliente le hiciera daño -parece que le entró jabón en los ojos-. Sus manos empiezan a ceder y ella termina cayendo contra la bañadera, dándose un golpe en la nuca, haciendo un ruido seco. Queda inconsciente. Yo, cierro la ducha, agarro la toalla, me seco y salgo del baño. Pongo cara de acá no pasó nada, pero me duele. Es mi primer asesinato del día.
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